domingo, 15 de noviembre de 2009

la canción

Después de tres horas hablando sin parar y tras varios chupitos y unos cuantos cubatas, todo daba a entender como que sí. Las luces eran las justas y el alcohol era demasiado, no había demasiada gente y su mano rodeaba mi cintura como si se tratara de una soga que amarra un barco velero. Nos reíamos, nos mirábamos, jugábamos al contacto y a los chistes malos. Me hacía la loca y fumaba cigarrillos uno detrás de otro y él me ofrecía el mechero y de paso creaba una excusa para rozarme la mano. Todo bien, todo muy bien. Y justo en el momento en el que la atracción se hacía más que evidente y la cosa parecía que iba a explotar en un arrebato de pasión descontrolado, tanteé aquellos acordes. El destino quiso que sonara esa canción y mi cuerpo se convulsionó como si acabara de recibir una descarga eléctrica que le hubiera sacado del coma profundo en el que estaba sumido, como si me despertara de un larguísimo letargo. Y me vi y le vi a él. Y sí, todo daba a entender como que sí, pero por alguna extraña razón ya no, no. Los acontecimientos se fueron enlazando en mi cabeza como en una gran partida de dominó y me abrumé: la situación, la canción, las hormonas, la canción, la amistad, la canción, el amor, la canción... En cuestión de milésimas de segundo reaccioné; no por miedo, no por impotencia, creo que era autoengaño y si hay algo en esta vida a lo que soy fiel es a mí misma, no me puedo engañar, lo demás puede tener excepciones, pero a mí no, eso no.
Y una vez más, como tantas otras, cogí el abrigo y me largué. Salí corriendo tarareando la canción hasta que me empezó a doler el estómago. Él salió en mi búsqueda, inquieto, sorprendido, sonriente... esperando que comenzara la función. Iluso, la obra no tenía que comenzar, no era un número más ni una anécdota que contar. No, era el punto final.
Y todo por la canción. Y todo por la emoción.

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